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viernes, 5 de agosto de 2011

Hepburn y Tracy

Hollywood era el espejo del mundo. El mundo se miraba en esa imagen que fingía reflejarlo, y hacía lo posible por parecerse a ella. A miles de kilómetros, en un país remoto llamado Argentina, cuando se hablaba de un amor romántico y abnegado, la gente pensaba en Katharine Hepburn y Spencer Tracy. Eran los swinging sixties y el fin de cierta hipocresía. Tal vez por eso se conocía en ese momento una larga historia que estaba llegando a su fin.



Spencer Tracy, un hombre que nació con el siglo, tal vez el mejor actor de la historia de Hollywood, se levantó una noche de 1967, a las 3 de la mañana, y fue a la cocina para hacerse una taza de té caliente. Katharine oyó el golpe de la taza haciéndose trizas contra el suelo. Spencer había muerto.





Kate quiso borrar todo rastro de su presencia en esa casa antes de que llegara la familia de él: la legítima esposa, los hijos. Con ayuda de su asistente, sacó su ropa y sus objetos personales y los puso en el auto. Después cambió de idea y volvió a llevar todo a la casa.



En la iglesia católica del Inmaculado Corazón de María se celebró la misa de réquiem por el alma de Spencer Bonaventure Tracy. Todo Hollywood estaba presente para despedir a una de sus grandes estrellas y dar el pésame a sus hijos y a su viuda, Louise Treadball Tracy. Encerrada en su casa, Katharine Hepburn se negaba a recibir a la prensa.



Unos días después, Kate llamó a Louise.
–Sabes, Louise –le dijo–, podemos ser amigas. Tú lo conociste al comienzo y yo al final.
–Bueno, sí –dijo Louise, vengativa–, pero verás, yo pensaba que era sólo un rumor...



Fue un largo rumor de 27 años. Katharine Hepburn y Spencer Tracy se conocieron en 1941, como protagonistas del film La mujer del año.



El era un irlandés de Wisconsin. Alcohólico perdido. Ella era una señorita de la alta sociedad. Ella tenía 34 años. El tenía 41.



El era católico ferviente. Ella era creyente, pero no religiosa. Su madre era una abanderada del control de la natalidad. El nunca se llevó bien con sus padres. Ella adoraba a la familia en que nació y los visitaba todos los fines de semana cuando no estaba en rodaje.



El prefería quedarse en casa. Ella era fanática del aire libre.



El era indiferente a los deportes (excepto el polo, que dejó antes de conocerla). Ella era loca por el tenis y el golf, le gustaba nadar y andar a caballo. El era terco y autoritario. Ella, independiente y fuerte.



El estaba separado de su esposa, pero no pensaba divorciarse nunca y seguía viéndola con regularidad. Se consideraba un hombre casado. Y mujeriego. Ella era divorciada. Y había vivido varios sonados amores, entre otros con el multimillonario Howard Hughes.



El era un hombre formal y tradicional. Ella, una rebelde que desafiaba las convenciones.



Pero los dos eran inteligentes, cultos, ególatras, demócratas, fanáticos del presidente Roosevelt, amaban su trabajo por encima de todo, y tenían un extraordinario y malévolo sentido del humor.



Cuando le propusieron a Spencer Tracy, un actor consagrado, trabajar con Katharine, contestó con toda franqueza:
–¿Cómo puedo hacer una película con una mujer que tiene las uñas sucias, una sexualidad ambigua y usa siempre pantalones?



Pero después de ver la última película de ella, Historias de Filadelfia, decidió aceptar el papel.



Se encontraron por primera vez en las oficinas de la Metro.
–Me temo que soy un poco alta para usted, señor Tracy –dijo Kathy, desde su metro setenta de estatura realzado por diez centímetros de taco.
–No se preocupe, señorita
Hepburn –dijo Tracy–. La pondré a mi altura.



La leyenda había comenzado.

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