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lunes, 2 de mayo de 2011

Burt Lancaster






Dos grandes etapas dividen la carrera de una de las mayores estrellas de todos los tiempos. En sus inicios, la irrepetible sonrisa de Burt Lancaster se convirtió en un símbolo del cine de aventuras, y aunque entonces ya resultaba convincente, al final de su carrera evolucionó a lo más alto, en papeles más complejos. Casi cuatro décadas estuvo en activo, desde los cuarenta hasta finales de los ochenta, desarrollando una de las carreras más fructíferas que haya dado Hollywood. Hijo de un humilde cartero y de un ama de casa, Burton Stephen Lancaster nació el 2 de noviembre de 1913, en Nueva York. De joven aprovechó su excepcional forma física para unirse al circo en el que trabajaba su gran amigo Nick Cravat, y triunfó como trapecista, aprendiendo los números acrobáticos que después le vendrían tan bien para las secuencias de acción de algunas películas. Allí se enamoró de su compañera June Ernst, que se convertiría en su primera esposa. Aunque la Segunda Guerra Mundial provocó un paréntesis en su carrera, en el ejército se aficionó a la interpretación, en funciones que servían para subir la moral de sus compañeros. Cuando acabó la contienda, decidió dedicarse al cine. No pudo debutar con mayor fortuna, pues su primera película Forajidos, de Robert Siodmak, en la que compartía cartel con Ava Gardner, está considerada una de las cumbres del cine negro. Tras divorciarse y contraer nuevo matrimonio con la actriz Norma Anderson, cerró la década de los 40 con interesantes títulos como El abrazo de la muerte, también de Siodmak. Pero sería en los 50 cuando se convirtió en una gran estrella a base de títulos míticos. Basta recordar De aquí a la eternidad, intenso drama que le supuso su primera nominación al Oscar, pero también Veracruz, La rosa tatuada, Duelo de titanes o Torpedo. En el recuerdo permanecen especialmente dos de los clásicos por excelencia del cine de aventuras, El halcón y la flecha y El temible burlón. "La gente tiende a pensar que yo soy el típico aventurero que se afeita con machete, aunque en la realidad soy aficionado a la lectura y aburrido", declaró contradiciendo la leyenda que él mismo había creado. En esta época sólo le dijeron una vez aquello de "la pifiaste Burt Lancaster", en las malas críticas recibidas por intentar pasar por indio ario en Apache, de Robert Aldrich, que al fin y al cabo no era tan mala película. Incluso le dio tiempo a debutar como director con El hombre de Kentucky y para crear su propia productora, que terminaría llamándose Hetch-Hill-Lancaster, compañía responsable de la multioscarizada Marty. Y en los 60, llegó el mejor Burt Lancaster, que alcanzó la cumbre de la interpretación como el príncipe Salina, aristócrata decadente de El gatopardo, de Visconti. También obtuvo su único Oscar por El fuego y la palabra, de Richard Brooks, y ofreció auténticos recitales en Vencedores o vencidos, Los profesionales, y en sus colaboraciones con John Frankenheimer, como El hombre de Alcatraz, Siete días de mayo o El tren. De otros actores se puede hablar de alguna que otra etapa de decadencia, pero no precisamente de Lancaster, que se retiró del cine con algunos de sus mejores trabajos, léase Novecento, y Atlantic City. Su última película fue Campo de sueños, y a continuación se jubiló por problemas de salud, aislándose en su Nueva York natal junto a su tercera y definitiva esposa, la productora televisiva Susan Martin. Un ataque al corazón dio al traste con su vida en 1994.




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